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CAPÍTULO 11: Vestigios


Encontrar el punto de inflexión del joven McNaugh no fue tan complicado como lo esperaba. Tan anormal como sonase, parecía responder las preguntas sin pelos en la lengua. Lo que de cierta manera me preocupaba, ¿acaso no quería ocultarme cosas? ¿Cuáles eran sus intenciones al actuar de manera tan transparente?


―¿Qué sucede si respondo que sí? ―Se atrevió a aventurarse, más volviendo a su posición relajada anterior, abandonó toda imagen de desespero y asombro que había presentado al ver el anillo.


Por la sorpresa me demoré en responder. Comenzaba a dudar del valor que podría tener la joya para él.


―En el certero caso de que en realidad te perteneciese, entonces, sabría quién es el dueño. ―Sonreí, intentando mezclar mis intenciones mediante las palabras y expresiones.


Él guardó silencio por unos segundos, sus ojos achinados y cautelosos no se apartaban de mí.


―¿No harías nada más? ―Su pregunta dio en el clavo, estaba esperando que lleguemos a la misma conclusión.


―Si estás esperando que lo devuelva, me veo en el desagrado de informarte que no será así hasta que lo considere necesario. ―aclaré para luego apartar la mirada, dirigiéndola al objeto en mi mano.


―¿Qué quieres a cambio? ―Inclinó su torso hacia mí, apoyando sus codos sobre sus rodillas.


Era ágil para comprenderme, demasiado. Supuse erróneamente que no sería capaz de llevarme el paso, pero sus capacidades eran acordes al desempeño mostrado durante la invasión a la propiedad. Más, había muchas preguntas por responder y dudas por aclarar.


―Respuestas. ―dictaminé.


―¿No te las estoy dando? ―reclamó.


―Ni siquiera he comenzado.


―Pues adelante, hazlo ―su tono desafiante y despreocupado como si no le temiera ni a la mismísima muerte generó escalofríos en mi columna―. Tengo curiosidad, ¿debería llamar a abogado?


―¿Has hecho algo malo que no quieres que sea punible? Iba a asumir que solo entraste por el conejo y el anillo, pero ahora me han surgido dudas.


Él suspiró y sus ojos delataban como se sentía, exhausto.


―Es mi coartada, y es mi verdad, no hay razón para cambiarla. No necesitaré al abogado, no a menos que tus planes no coincidan con los míos.


―Entonces continuemos.


McNaugh se limitó a asentir. El corazón en mi pecho latía a explosiones arrítmicas; hasta ahora él lucía como si creyese mi rol. No obstante, no sé por cuánto tiempo podría seguir con el papel con tanto atrevimiento y descaro. Ansiaba terminar con esta imagen y volver a mi naturaleza, la cual consideraba benevolente y ordinaria. Adaptarse en tiempos de tempestad era, quizás, incluso más agotador de lo rumoreado.


―¿Por qué lo hiciste? ―interrogué.


―¿No respondí eso ya? Por el anillo. ―contestó sin dudar.


―No explica el exceso en tus acciones.


―Yo no las consideraría tan drásticamente. No causé ningún mal a nadie, ¿no es así? ―intervino.


Me reí con sarcasmo directo.


―¿Y qué hay de los guardias que se desmayaron por los somníferos? ―El enojo iba aumentando poco a poco, nublando mi sensatez, al percibir sus palabras incoherentes y falsas.


―¿Los guardias? ―su tono incierto me tomó desprevenida― No había ningún guardia cuando yo entré.


―Imposible―negué―. Todos mis guardaespaldas amanecieron inconscientes.


―Yo no les hice nada. ―Se defendió, su tono subiendo de volumen a penas.


―¿Crees que voy a creer eso? ―Había perdido la cuenta del número de veces que llevaba riéndome con incredulidad y sarcasmo―. Si no fuiste tú, ¿entonces quién?


―No es algo que tu seguridad lo debería saber. ¿Qué acaso no tienen cámaras? ―respondió tajante y burlón.


―¿Con cuál electricidad podría haberse grabado algo? ¿La que cortaste para poder entrar a la mansión sin ser descubierto? ―copié su tono, inclinando mi cuerpo hacía él, sintiendo que mi rostro era una fotografía clara de mis emociones.


―Yo no hice tal cosa. Me abstengo de toda culpa.


Negué sucesivas veces mientras volvía a mi posición original; mis puños cerrados con mis uñas hincando la piel en mis palmas. Giré el rostro hacia la pantalla, necesitaba tranquilizarme, hacer preguntas en este estado solo sería controversial y contraproducente. Me puse de pie y McNaugh estaba por copiarme cuando lo detuve alzando la mano delante de él. Supuse que se equivocó pensando que deseaba irme. Me paseé frente a los estantes que anteriormente se hallaban a detrás de mí. Las repisas en esta habitación estaban repletas de películas en cintas y caseteras, quizás por eso también habría una pantalla para proyecciones. Había muchos clásicos y entre ellos películas que había visto en mi infancia. Me detuve en la que llamó mi atención, no era nada más ni nada menos que "Alicia en el país de las maravillas" del año 1951. Sonreí al tomar el porta-casetes, más mi mueca no tardó en disiparse.


«El conejo.», recordé.


―¿Qué paso con el conejo? ―musité.


―¿Qué? ¿Dijiste algo? ―Escuché su voz detrás de mí.


Enderecé mi espalda y sujeté con más presión el casete entre mis dedos.


―¿Qué sucedió con el conejo? ―pregunté alzando más la voz esta vez.


―Se lo vendí a Monti, es mi comprador de siempre.


Separé los labios como para decirle que no era eso a lo que me refería. Pero pronto los apreté nuevamente, suspiré, pero apenas audible y negué con suavidad.


―¿Qué hiciste luego de que nos despedimos esa madrugada? ―reformulé mientras volteaba hacia él.


Sus ojos contactaron los míos y no había expresión alguna en ellos, lucían indiferentes hasta que sus párpados cayeron cubriéndolos hasta la mitad. Con la mirada puesta en el suelo, el joven McNaugh sonrió con melancolía.




El gran reloj de madera y con péndulo en una esquina de mi habitación marcó las una de la mañana. En mi pecho sentía un malestar incómodo que deseaba que desapareciera. No estaba dispuesta a creer la historia de Claude McNaugh, me negaba rotundamente a caer por una sola de sus palabras. Porque de ser ciertas... de ser ciertas, no sé si podría soportar todo lo que eso traería. Inspiré hondo, cerrando los ojos con fuerza. Quería que fueran mentiras, que hubiera dicho eso solo para encubrir su rastro. Mis manos temblaban, pero no podía dejar pasar la oportunidad, ya había pasado cerca de una semana del controversial encuentro que habíamos tenido. Era muy probable que los rastros de sangre de aquella vez ya se hubieran cubierto de nieve o desaparecido. Sin embargo, no dejaba de inquietarme lo que había dicho McNaugh. Apreté mis puños, sujetando con valentía y decisión las mantas que me cubrían. En un solo movimiento rápido y brusco, terminé descubierta y las frazadas arrugadas a un costado de la cama.


Salí de la cama y comencé a abrigarme con ligereza y sigilo. Calcé mis pies en medias y botas, me tapé con una campera de tela impermeable e inflada. Cubrí mi cabeza con una gorra y en mi cuello enredé una bufanda. Tomé mi móvil que lo había dejado sobre la mesa de luz y me acerqué a la puerta para salir de la habitación. No escuché ningún ruido provenir del otro lado. Girando la perilla meticulosamente, destrabé la cerradura y separé la puerta del umbral. Del otro lado, en el pasillo, Cleivan dormía profundamente e incluso varios ronquidos se escapaban de sus labios entreabiertos.


Cerré los ojos e inspiré. Sentía mis manos sudorosas y mi corazón acelerado, golpeteando en mi pecho. Intentando mantener el sigilo abrí con lentitud la puerta y abandoné mi pieza. Cuando me hallaba ya por cerrarla completamente, los ronquidos de Cleivan cesaron y con su nariz respiró como si fuera a estornudar. Me paralicé por el temor de ser descubierta escabulléndome de noche, pues no tenía ninguna excusa plausible. «¿Qué se supone que debería decirle? ¿Él también estaría involucrado? ¿Puedo confiar? No, espera Winter, no debes dar explicaciones. No debes caer en el juego de McNaugh.», un ronquido estruendoso del guardia durmiente me trajo de vuelta de mis pensamientos al presente.


Cleivan seguía dormido. Suspiré e inconsciente terminé por rodar los ojos. Cerré por completo la puerta, y con delicadeza emprendí mi travesía. El pasillo estaba casi enteramente a oscuras, en esta zona todavía no se hallaban ventanas que permitieran la entrada de la luz de la luna, y los faroles que colgaban de la pared emitían una luz amarillenta y escaza. Además de mis suaves y ligeros pasos, no se oía ningún alma ambulante. Era lógico que nadie estuviera despierto a esta hora, por razones relacionadas con la efectividad del trabajo y constancia, nuestros padres nos habían educado en el arte de un cronometrado sueño. De forma que pudiéramos descansar de manera adecuada y ser productivos durante el día.


Bajar al segundo piso fue sencillo, puesto que no me crucé con nadie. Sin embargo, en el primer piso, todavía había personas despiertas. Escuché lejano el bullicio incomprensible de una conversación. Fue debido a eso que tuve que detenerme cerca del final de las escaleras; las voces me resultaron conocidas. Pero ¿qué voces dentro de la mansión no me sería conocidas? Poco a poco la conversación se volvió cada vez más inaudible y dispersa, mientras los pasos de dos personas se alejaban. «¿Quiénes estarían despiertos a estas horas, cuando se supone que hasta los empleados deberían estar durmiendo?», la curiosidad me atrapó y en mi mente resonó la historia de McNaugh.


Asomándome desde la pared que cubría los últimos escalones observé hacia la izquierda en el pasillo, las sombras, que fue lo único que se apreció eran la de un hombre y una mujer. Supe por la forma de la sombra que la mujer debía ser una de las sirvientas, ya que llevaba puesta una larga pollera que cubría la figura de sus piernas. «Extraño», sopesé apretando los labios. Más no me quedé mucho tiempo más allí, era el mejor momento para ir a ese lugar y corroborar si lo que había mencionado Claude era cierto. Con nadie más a la vista, abandoné mi escondite y me dirigí al patio. Al abrir la puerta, el frío me recibió junto con una fuerte ventisca nevada. Titirité, más no me detuve; cerrando la puerta me encaminé hacia aquella zona donde se había hallado el conejo desangrándose. Desde el día del accidente, por diferentes razones que desconozco las sirvientas cada vez que me acompañaban al invernadero, sugerían un camino distinto al de esa noche.


Si Claude McNaugh no me hubiera dicho que él no encubrió el rastro de sangre que había dejado el conejo, y que lo único que modificó fueron sus huellas saliendo de la propiedad. Toda esta aventura repleta de incertidumbres y angustia no me habría traído hasta allí. Y mi mente no estallaría de hipótesis turbulentas y repleta de desesperanzas.


El jardín trasero se hallaba bastante iluminado con luces claras, permitiéndome ver el camino sin problema alguno. Las hojas bailantes hacían un suave barullo gracias al viento y un búho ululaba no muy lejos. El sendero seguía algo despejado, similar a como lo había visto la última vez que había caminado por aquí. Las pequeñas montañas de nieve aún se acumulaban a los lados. Por alguna razón, estaba igual de tranquilo como esa noche, no había rastro de los miembros del equipo de seguridad merodeando la zona. Más no bajé la guardia. Pronto reconocí el área en donde me había encontrado con McNaugh y allí me detuve. Alcé la mirada y recorrí los alrededores en busca de otra presencia a parte de la mía, más no parecía haber siquiera fantasmas.


Agachándome en cuclillas, saqué mi teléfono y encendí la linterna. Alumbré las baldosas del sendero en busca de restos secos o quizás congelados de sangre. Más, después de haber alumbrado gran parte de la zona, no había hallado rastro alguno del líquido carmesí, que para entonces debería verse de un color similar al marrón.


―Como lo suponía, no debía creerte. ―resoplé cuando comenzaba a rendirme.


Incorporándome, percibí la sensación inquietante en mi pecho aliviarse mientras apagaba la linterna. Jenna no me había mentido, el embustero era Claude McNaugh. No había razón para desconfiar de mi propia gente. ¿Por qué siquiera había dudado de ellos? Observé la hora en mi móvil, no faltaba mucho para que se hicieran las dos de la mañana. Al levantar la vista, reconocí a dos guardias caminando a unos cuantos metros de mí por un sendero paralelo al mío. Por instinto o por una incoherente reacción de supervivencia me tiré al suelo, quedando acostada sobre las baldosas congeladas. Mis manos a ambos lados de mi cabeza y en una de ellas mi teléfono. Los latidos se elevaron y precipitaron tanto como cuando me encontré con Cleivan durmiendo, apreté los ojos como si eso me volviera invisible. El barullo de sus voces se fue alejando poco a poco hasta volverse imperceptible, fue entonces cuando separé los parpados. La pantalla de mi celular se encendió avisándome de una nueva notificación. Sin embargo, no fue la notificación lo que colmó mi atención. Lo que observaron mis ojos fue lo que deseaba no hallar. Al apagarse la pantalla, no dude en activar la linterna para corroborarlo. Los nervios me descompusieron, la luz nítida alcanzó el ángulo entre las baldosas y el montículo de nieve y se hizo claramente visible un rastro de sangre gélida. Extendí mi mano y escarbé en la nieve, y fue tal y como Claude lo había dicho. La sangre seguía allí.



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